Virginia Chévez, Azul Vida

-Read in English-

Por Avelina Lésper

para Azul Tierra, 2018

 

Suaves ramas trepan por los troncos

Son un poco de luz y otro poco de viento

Octavio Paz

 

Antes de que la poesía existiera, la Naturaleza cantaba poesía, antes de que los colores se nombraran, la Naturaleza creaba colores, el espíritu humano los vio, los sintió y los hizo suyos, entonces fuimos capaces de ser poetas, de reproducir los colores.  Nuestras  primeras reliquias, las brújulas de la existencia eran piedras, guijarros, cuencos con agua, altares dentro de un bosque, la visión estaba en la lejanía del risco. El origen nos persigue, lo llevamos dentro y emerge cuando lo escuchamos, entonces nos acercamos al misterio de lo que somos. 

El lienzo habitado y manchado de poesía de Virginia Chévez palpita con la voz del interior, con esa que nos posee. La luz interna no es visible, en el silencio está su presencia, en lo más profundo de nuestro ser se depositan el mar y la tierra, el cielo y la savia de las plantas, las miradas de los animales, el paso del viento, Virginia persigue esa voz, en su colores rasgados, en su paleta orgánica y cuidadosa, en el meticuloso proceso, por eso ella ritualiza su pintura, es la ceremonia de la comunión, ella se une al color, a la textura, se funde, se entrega. 

Azul Tierra es Azul Vida porque vemos el alma de Virginia, la que da sentido a su silenciosa cotidianeidad, sin metas, sin límites, es pintar por vivir, pintar por orar, pintar por ser. Los lienzos de Virginia hay que tocarlos, como se toca una piedra, como nos tocamos el pecho cuando respiramos, hay que escucharlos, y sumarlos a nuestra memoria, al regreso. Decenas de capas de pigmentos, procesos largos y lentos, en una reverberación continua, que dejan salir las temperaturas, los años del color. El paisaje a veces es de volcánico, otras es el imperceptible paso del agua por las entrañas, el cuerpo esta fundido al mar y a la cueva. El equilibrio es un instante en que el silencio es todo, en el que la paz nos aísla, en el que recuperamos lo que vamos dejando, en el que somos otra vez ese guijarro, eso está ahí en la simétrica construcción de cada fragmento de las pinturas de Virginia. La abstracción de un orden en los pasos que recorren un camino, que lo viven, cada espacio está habitado por su tiempo, por el tacto, por la meditación. 

Virginia inicia su obra perdida para estar en ella, para hacer de ese lienzo un refugio, entonces le da forma del viento que lo limpia, a la tierra que lo sostiene, al agua que lo vivifica, y ella en el centro pinta, pinta. Los colores sienten, por eso nosotros los vivimos y podemos descansar o llorar sobre ellos, la Naturaleza sabe que nuestros sentidos la necesitan, que tenemos que percibir su temperatura y sus ímpetus, las sensaciones que nos otorga son conocimiento, es la gran maestra, la guía. Obedecerla es sentirla, Virginia siente el color, hizo del azul un todo que cubre la tierra. Las tonalidades que la tierra nos da infinitas se aman con las del azul, la entrega de buscarlas y plasmarlas comprometen el trabajo de Virginia en una interminable meditación, un mantra que se canta hasta hacerlo la verdadera vida. Las pinturas de Azul Tierra, con su secreta armonía invocan esos primeros altares que unían el rito con la vida, que eternos atraían al silencio. Pintar el limbo de las hojas, el delicado orden del movimiento del agua, la vastedad inmensa en la que habitamos para entender que la llevamos dentro. Es la abstracción de esa esencia la que Virginia evoca, investiga y concatena en toda su obra, es un lienzo que trabaja construyendo mística. 

— English —

Virginia Chévez, Blue Life

by Avelina Lésper

for Azul Tierra, 2018

 

Gentle branches scale the trunks

They are one shred light and another shred of wind

Octavio Paz

 

Before poetry existed, Nature sang poetry; before the colors were named, Nature created colors. The human spirit saw them, felt them and made them our own. Only then were we able to become poets, to reproduce colors. Compasses of our existence, our oldest relics were stones, pebbles, basins of water, altars in the forest. Our vision lay beyond distant cliffs. Our origins haunt us, we carry them inside and they surface once we heed them; thus, we approach the mystery of what we are. 

The living, poetry stained canvases of Virginia Chávez palpitate with a voice from within, the same one that possesses us. Their inner light is not visible: its presence lies in the silence, in the deepest part of our being where sea and land are deposited: in the heavens, in tree sap, in animal stares, in the passage of the wind. Virginia pursues that voice through the torn colors of her organic, thorough palette; through her meticulous process. That is why she ritualizes her painting; it is a ceremony of communion. She becomes one with colors and textures. She blends, she surrenders.

Blue Earth is Blue Life because we see the soul of Virginia lend meaning to her quiet, everyday existence without goals, without limits. She paints to live, paints to pray, paints to be. The canvases of Virginia must be touched just as you would touch a stone, or as we touch our chests when we breathe. They must be heeded and restored to our memories. Dozens of layers of pigments, long and slow processes in continuous reverberation, allowing temperatures to escape, years of color. The landscape is volcanic at times, at others it is the imperceptible passage of water through entrails, a body that melts into sea and cavern. Equilibrium becomes an instant where silence is everything, where peace insulates us, where we recover everything we have left behind, where we become that pebble once again there, in the symmetrical construction of every fragment of Virginia's paintings. The abstraction of an order by steps that explore a path, that experience every space inhabited by its own time, by our sense of touch, by meditation.

Virginia embarks on her lost works in order to dwell in them, to make of each canvas a refuge; then, she lends shape to the wind that cleanses, the land that sustains, the water that enlivens and in the midst of all this, she paints. She paints. Her colors feel; that is why we experience them and are able to rest or weep on them. Nature knows how much our senses need her, she knows we must perceive her temperature and drives. The sensations she bestows on us are knowledge; she is our great teacher, our guide. To obey her is to feel her. Virginia feels color, she turned blue into a whole that blankets the Earth. The infinite tones given to us by the Earth make love to the shades of blue. Her dedication to searching for them and capturing them is what engages Virginia's work in endless meditation, a mantra sung until it becomes real life. The paintings of Blue Earth invoke through their secret harmony those early altars that joined rituals to life, eternally summoning silence. She paints the limbo of leaves, the delicate order within the movement of water, the vast expanses we inhabit, so that we may understand we carry all this inside. Virginia evokes, investigates and connects the abstraction of that essence, using her canvas to build mysticism.