Rumbo a la Profundidad del Aire
Por Pura López Colomé
para Lo Profundo es el Aire, 2016
Intento descubrir identidad y descubro ausencia. Voy tras la materia que se presenta sola, muy sola, ante mis ojos y, de pronto, ya no estoy. Despierto en un lugar de lino, a orillas de un río cuyo nombre quizás se pueda sustraer de ahí mismo, Nilo, y distingo al centro de esa planta original acaso la palabra original de la que una verdadera creación en resonancia quiere surgir, aunque, por ahora, no se muestre más que en un blanco atemporal, ojos en blanco, mente en blanco. Al nacer, respira entre sustancias densas, alentando en óleo, en aguas puras e impuras que quieren ser matiz capaz de elevarse aspirando. Y así transformar el modo individual de ver las cosas.
Una voz se esconde en la entretela de la materia prima. Nunca está conforme. Se busca en un sí grisáceo, en el negro no de sus noches, de sus muertes. Cree hallarse y termina en el espejo que la ha creado; quiere voltearlo porque necesita que otros ojos se le posen encima, colibríes inmóviles un instante, pupilas de ave que se lleven los rojos, los ojos de la sangre a otros destinos. Es la voz que plasma. Se siente incómoda con un solo camino a recorrer, y lo bifurca rayándolo, modificándolo entre sílabas extrañas, en sánscrito, o quizás en lenguas modernas de cauce dúctil, transcrito y borroneado, o hecho sólido, unidad indivisible: temporadas de una sola estación del espíritu. En ese mundo, se lee lo que parece una palabra, duele clavarle la vista como una lanza, hacer estallar su color, sentir el manantial de una montaña sin nombre, una realidad amorfa y muy viva.
Soy a un tiempo espectador y testigo. Una superficie larga se quiebra en simetría. Otra aglutina sus sentidos en un óvalo, en un círculo, en medias lunas flotando en una laguna prístina, amniótica. Quiero entonces poner yo manos a la obra, abrir lo que parece un biombo en busca de siluetas reconocibles, cordura a cuentagotas, porque sé -mi personal tabla de salvación- que todo gran arte abstracto es en el fondo figurativo: mas tras el velo, me encuentro en una cámara cerrada, cámara oscura, hortus clausus. Intento enderezar lo que aparenta hallarse de cabeza, y termino cantando una sílaba larguísima, en tonos agudos y graves. Una sílaba y célula madre que pone todo en su lugar, cada una de las piezas de este caleidoscopio espiritual. Compasivo.
¿Tiene autor este suceso acunado en bastidor, este emblema que una aguja de bordar ha perforado para dejar huella, una metáfora que multiplique sus sentidos?: “el arte de la pintura al óleo, argamasa fija en un lienzo, es cosa indigna, comparada con lo que allá afuera clama y grita en busca de expresión”, afirmaba el joven Milosz. El mismo que se arrepintió después. Porque nada es estático, todo perpetuum mobile. Porque vio el lodo del origen, entre sus matices y sus pliegues. Y rectificó al final de su vida: “Tal parece que se me ha convocado/ a celebrar las cosas porque son [...] Tiene sus escrúpulos el alma”. Por mi parte, veo en el arte de Virginia Chévez el barro primigenio de un instrumento idiófono, una especie de sierra musical, hoja sonora, cuya música surge al frotarla, único instrumento con sonido propio pues su cuerpo es la materia resonadora y resonante, nada de cuerdas, membranas, columnas de aire...
Si la búsqueda de lo divino se lleva a cabo dentro de uno mismo, acompañada de un deseo irrefrenable por voltearse al revés y mostrarse, no hay mejor camino que el del arte, que incluye todo lo que fue dado al creador de carne y hueso, equivocaciones y aciertos, virtudes y mezquindades, pestes y aromas, belleza y miseria: entonces, la obra-entraña aparecerá bajo los reflectores del gran teatro del mundo cual lino muy antiguo en moldes recientes. El artista, consciente de estar a punto de exhibir acaso imperfecciones, empieza “a rayar, a ensuciar y a escribir... a cargar la pieza”. A encender la expresión, a “ponerla candente”, para que logre habitar la profundidad del aire.
Into the Depths of Air
Por Pura López Colomé
para Lo Profundo es el Aire, 2016
I try to discover identity and find only absence. I pursue matter that presents itself alone, all alone, before my eyes and suddenly, I am no longer there. I awake in a place of linen on the banks of a river whose name can almost be transposed thereby, Nile, and I discern what is at the core of that original plant, or perhaps that original word, from which a true creation in resonance hopes to emerge. Although for now, it shows itself solely as a timeless blankness: blank eyes, blank mind. Once born, it breathes among dense substances, encouraging through oils, through pure and impure waters that hope to become a hue, that may aspire to elevation and thus, transform our individual way of seeing things.
A voice is hidden somewhere in the wings of raw material. It is never satisfied. It seeks itself in a grayish yes, in a blackened no of its own nights, its own deaths. It believes it has found itself and comes to an end in the mirror that has created it; it wants to reverse itself because it needs other eyes to rest upon it, hummingbirds immobilized in an instant, avian pupils that bear away the reds, the eyes of blood, to other destinations. It is the voice that conveys. It does not feel comfortable traveling down a single path, and so it is forked through a scratching, a modifying among strange syllables in Sanskrit, or perhaps in modern languages of ductile riverbeds, transcribed and blurred, or in the solidity of facts, of indivisible unity: spells for a single season of the spirit. In that world, what seems to be a word can be read. It hurts to pierce it like a lance with one’s gaze, causing its color to burst open, feeling the spring of a nameless mountain, an amorphous reality that is very much alive.
I am at the same time spectator and witness. An elongated surface is broken into symmetry. Another binds the senses together in an oval, a circle, half-moons floating over a pristine, amniotic lagoon. I choose then to put my hands to work, to open what seems to be a screen in search of recognizable silhouettes, of sanity bit by bit, because I know—my personal salvation—that all great abstract art is figurative deep down: and yet behind the veil, I find myself in a closed chamber, camera obscura, hortus clausus. I try to straighten out what appears to be upside down and end up singing a syllable, very long, in sharps and flats. A syllable or stem cell that that puts everything in place, each separate shard of this spiritual kaleidoscope. Compassionate.
Does the artist sustain this event born of canvas, this emblem that an embroidery needle has perforated to leave its mark, a metaphor that multiplies its meanings? “The art of oil painting— / Daubs fixed on canvas—is a paltry thing/ Compared with what cries out to be expressed,” Milosz claimed as a young man. Words he would later repent. Because nothing is static, all is perpetuum mobile. Because it saw the clay of our origins among its hues and folds. And as he rectified later in life: “It would seem I have been summoned / to celebrate things because they exist [...] The soul has its scruples.” As for me, I see in the art of Virginia Chévez the primordial clay of an idiophone, a unique instrument with a sound of its own, given that its body is both resonating and resonant matter, no strings attached, or membranes, or columns of air…
If the search for the divine may be carried out within oneself, accompanied by an irrepressible desire to reverse and reveal, there is no better way than art. And that includes everything granted by the creator of flesh and bone, equivocation and accuracy, virtue and pettiness, plague and aroma, beauty and misery: hence, the work-entrails will appear beneath the spotlight of the great theater of the world, an ancient linen as it were, but cast in a more recent mold. The artist, aware of being on the verge of exhibiting what some may consider to be imperfections, starts “to scratch, to dirty, and to write… to weigh down the work.” To light a fire as a form of expression, to “make it hot,” so that it may succeed in inhabiting the depths of air.