La espiral que se une a sí misma
Por Germaine Gómez Haro
para Azul Tierra, 2018
Claro, oscuro
Vacío, lleno
Un respiro como suspiro
Al final, movimiento
(Sumi-e, el Arte de la pintura japonesa)
La pintura de Virginia Chévez es la expresión silenciosa de un mundo interior de una profunda espiritualidad. Es un camino de meditación en el cual la artista busca, a través de la frescura y la pureza, captar formas de la naturaleza para representarlas desde su esencia más profunda. El objetivo de Virginia no es reproducir realísticamente con gestos estereotipados, sino captar la esencia de las imágenes volviendo su mirada al interior, a partir de la expresión de los matices de su alma. “Antes de pintar un Bambú tiene que crecer dentro de uno”, reza el poeta chino Su Dongpo. La pintura de Chévez me remite irremediablemente a las tradiciones orientales de pintura de paisajes que reflejan el espíritu de contemplación más que el objeto contemplado. Pienso en el pintor chino-francés Zao Wou-Ki, el gran maestro de la abstracción lírica del siglo XX que dedicó toda su vida a “inventar la ligereza”, según sus propias palabras. Para él, la “ligereza” que buscaba estaba vinculada a la posibilidad de captar lo etéreo y plasmarlo en sus lienzos plenos de poesía. Veo en los trazos libres de Virginia Chévez —a un tiempo contenidos y explosivos— ese ritmo poético de la ligereza que hace hablar al silencio en un diálogo de colores sin principio ni fin. Sus trazos son soplo y vida, uno y múltiple, yin y yang: Mar-Tierra-Aire-Fuego… Expresión de sus cosmogonías internas, viaje al interior de la realidad otra: la pintura como una prolongación de su búsqueda filosófica.
Veladura tras veladura, Virginia construye sus campos pictóricos a través de espacios ambiguos en los que destacan la luminosidad y la evanescencia. Las piezas reunidas en esta muestra magistral titulada Azul Tierra son el resultado de años de trabajo riguroso que han dado como fruto un lenguaje pictórico muy personal que se caracteriza por la complejidad técnica que se percibe en cada pieza: capas y capas de pintura aplicadas a un tiempo con arrojo y delicadeza, con soltura y precisión, con la mente y con el corazón. Se palpa la voluntad de la artista por dedicarse intensamente a la experimentación y a la búsqueda incesante de variaciones sobre la misma técnica. Sus pinturas son mesuradas, sutilmente equilibradas y armoniosas, sensuales y elegantes en sus ritmos pausados y en su vaivén melódico de colores que se entreveran y denotan “cierta unidad del mundo visible con el invisible”, como evoca un haikú de Matsuo Basho. Sus blancos satinados y suntuosos son destello lunar, en tanto que los naranjas y dorados sugieren el resplandor solar. Los azules que dan nombre a sus pinturas más recientes son rumor callado del vaivén de las olas que se confunde con el horizonte celeste. Virginia Chévez invita al espectador a emprender un viaje hacia la profundidad de sus lienzos. Bien decía Rothko que “el espectador debe moverse con las formas del artista, hacia dentro y hacia fuera, abajo y arriba, en diagonal y en horizontal (…) adentrándose en huecos misteriosos y, si el cuadro es acertado, hacerlo a intervalos variables y relacionados entre sí. Sin emprender el viaje, el espectador se pierde realmente la experiencia esencial de la pintura”. Virginia nos presenta un mundo numinoso, cargado de una energía refulgente que salta a la vista del espectador-viajero que se aventure a explorarlo. Cada cuadro es un viaje por los paisajes sensoriales de esta artista que consigue impregnar de misticismo sus lienzos nimbados de gozo por la vida.
En la filosofía Zen la contemplación es la única vía de relación igualitaria entre el ser humano y la naturaleza. Dicen los filósofos Zen que el instante en que el hombre contempla la naturaleza, es el instante en que la naturaleza se hace consciente de sí misma. Tengo para mí que el arte de Virginia Chévez deambula por esos senderos: no es una línea recta que une mundos diversos, sino una espiral que se une a sí misma.
— English —
The Spiral Rejoined
By Germaine Gómez Haro
for Azul Tierra, 2018
Light, dark
Empty, full
A breath like a sigh
At last, movement
(Sumi-e, The Art of Japanese Painting)
The paintings of Virginia Chévez are the silent expression of an inner world of profound spirituality. They are a path of meditation along which the artist seeks, through freshness and purity, to capture the forms of nature in order to represent their deepest essence. Virginia's objective is not to realistically reproduce imagery through stereotyped gestures, but rather to portray its essence by turning her gaze within, parting from the nuances of her own soul. "In painting bamboos, one must have bamboo formed in one’s breast," according to the Chinese poet Su Shi. Chévez's oeuvre remits me without fail to the Oriental traditions of landscape painting that reflect a spirit of contemplation, rather than the object being contemplated. I think of the Chinese-French painter Zeo Wou-Ki, the great master of lyrical abstraction of the 20th century who dedicated his entire life to "inventing lightness," in his own words. To him, the "lightness" he sought was conjoined to the possibility of capturing the ethereal and expressing it on his poetry-filled canvases. I see in the free gestures of Virginia Chévez – at the same time, contained and explosive – a poetic rhythm of lightness that causes silence to speak in a dialogue of colors without beginning or end. Her lines are breath and life, one and many, Ying and Yang: Sea-Earth-Air-Fire... the expression of her internal cosmogonies, a voyage inside another reality: painting as a prolongation of her philosophical quest.
Glaze after glaze, Virginia builds up her pictorial fields through ambiguous spaces where luminosity and evanescence stand out. The works brought together in this masterful exhibition entitled Earth Blue are the result of years of rigorous labor that have rendered a highly personal pictorial language, characterized by the technical complexity that may be perceived in each work: layers upon layers of paint applied with simultaneous courage and delicacy, ease and precision, mind and heart. The will of the artist is palpable in her intense dedication to experimentation and her incessant search for variations on the same technique. These paintings are measured, subtly balanced and harmonious, sensual and elegant in their paused rhythms and melodic back and forth of colors glimpsed, denoting a "certain unity between the visible and the invisible worlds," as evoked in a haiku by Matsuo Basho. Her satiny and sumptuous whites are flashes of moonlight, while her oranges and golds suggest the radiance of the sun. The blues that lend their name to her most recent paintings are the quiet back-and-forth murmuring of waves lost on the celestial horizon. Virginia Chévez invites the viewer to embark on a voyage into the depths of her canvasses. Rothko put it well when he said, "The spectator must move with the artist’s shapes in and out, under and above, diagonally and horizontally; he must curve around spheres, pass through tunnels, glide down inclines, at times perform an aerial feat of flying from point to point, attracted by some irresistible magnet across space, entering into mysterious recesses — and, if the painting is felicitous, do so at varying and related intervals. This journey is the skeleton, the framework of the idea." Virginia presents us with a numinous world, charged with a brilliant energy that leaps into the view of any spectator-voyager who dares to explore it. Every canvas, a voyage through the sensorial landscapes of this artist who succeeds in impregnating with mysticism her canvases, haloed with a love for life.
In Zen philosophy, contemplation is the only egalitarian relationship possible between human beings and Nature. Zen philosophers say that at the moment we contemplate Nature, Nature becomes aware of itself. In my humble opinion, the art of Virginia Chévez wanders down that same path: not a straight line joining myriad worlds, but a spiral that rejoins itself.