El vuelo de la escritura
Por Alberto Ruy Sánchez
Para Canción de la Tierra, 2021
Entre tantas cosas que hace sentir y pensar la obra de Virginia Chévez, retiene mi atención ahora ese elemento gestual que irrumpe en sus cuadros y que por comodidad llamamos escritura. Lo hemos visto antes en su obra. Pero atrapa ahora de manera enfática, sostenida. No sólo es mayor su presencia. Es tan distinta que modifica en parte, me parece, la naturaleza misma de los cuadros. Casi siento a ratos que el entorno de la caligrafía es extensión de ella. Y su presencia en esta obra es un masivo vuelo inusitado.
Como cuando en ciertas plazas arboladas de nuestras ciudades, al atardecer, las frondas se llenan de aves que llegan de todas partes y parecen tantas como sus hojas. Antes de que caiga la noche salen de golpe de una copa y de otra, dan giros en el cielo y vuelven a su reposo ocultándose en las ramas. Siento que ahora, más que en otras ocasiones, en la obra de Virginia lo volátil de la escritura se alborota. Las huellas caligráficas se volvieron en estos cuadros como parvadas de pájaros al atardecer.
Porque hay letras que son como aves de paso que escriben en el cielo algo que no alcanzamos a leer. Van en formaciones que, algunas veces llamamos renglones. Solas o varias paralelas. Parecen cruzar de izquierda a derecha pero también suben y bajan y vuelan al revés. Se vuelven manchas, se esconden en nubes de tinta que las cubren o las resaltan. Se adivina el cuerpo que las traza, la mano caligráfica invisible que nos hace pensar en cartas, en actas, en descripciones que no llegamos a descifrar. De cualquier modo, lo que dicen no está en nuestra lengua. Son letras impronunciables. Escuchamos su resonancia en la piel. Están primero apenas en nuestros ojos, no como silencio sino como rasgaduras: las que hace el instrumento con el que esa mano que se adivina escribe sobre la tela o el papel. O dibuja sobre el cielo simulando el estruendo repetido que hace el trueno luego de ver a su relámpago caer. Letras que se nos quedan en la memoria inmediata como trazos entrometidos y fugaces. Letras que graznan o pían antes de partir. Son gestos aleteando en un firmamento de colores: un cuadro luminoso y manchado, justo como en ciertos rincones del mundo es el cielo de las broncas nubes otoñales del atardecer. Letras parvada.
A ratos llegan a parecer restos de páginas recortadas, rotas, pegadas sobre un lienzo, más para cubrir un hueco que para darse a leer. Casi atreviéndose a ser collages. Más por estar ahí que con la intención de decir eso para lo que parece que han sido creadas. O, tal vez, siempre fueron aves de paso, letras migrantes, fuera de lugar mientras están en el cuadro. Pero, rápidamente se impone la evidencia de lo contrario: su gestualidad es lo que dicen. Son plenas por no serlo.
Es fácil pensar que esas letras son el canto de la tierra al que alude un título pensado por la artista. Porque al enfrentarnos a cada cuadro, todos los otros elementos se perciben igualmente con la fuerza y profundidad de voces levantadas desde la materialidad del suelo, pronunciándose, hacia nuestros sentidos. Cada mancha se vuelve anotación de nota, letra al aire cantada.
Virginia Chévez nos ha demostrado en sus exposiciones anteriores que es una artista excepcional: que sabe sacar profundidades de lo plano sin recurrir a la perspectiva. Sabe también lograr que los silencios canten y que lo ilegible sea entendido con todo el cuerpo.
Algo muy importante y que merece mayor atención al comentar su obra es que ella siempre ha sabido establecer una dimensión profundamente contemplativa de la mirada ante cada cuadro inmediato. Es capaz de hacer que una experiencia inmediata y sensorial adquiera el carácter de una búsqueda espiritual.
Ya en otra ocasión mencionaba que sus recursos para esto último son los mismos que desplegó Mark Rothko en sus cuadros abstractos que iluminan y a la vez tiñen sus capillas. Virginia lo hace además en esta ocasión con los medios de la escritura. Y al hacerlo toca la esencia de la experiencia de leer y escribir que no es solamente utilitaria e inmediata como para notarios y contadores sino que es una experiencia trascendente que nos lleva más allá de la materialidad de cada letra, de cada giro, de cada gota de tinta.
Se vuelve pertinente recordar que en el mundo árabe no ortodoxo ni fundamentalista, la caligrafía es un arte que, además de decir y expresar, conmueve a quien se enfrenta a ella ofreciéndole una experiencia. La caligrafía nos transporta. Escritura en ese contexto es sinónimo de búsqueda espiritual. No por nada, el aprendizaje de la caligrafía árabe se lleva a cabo con rituales de iniciación, en un círculo espiritual en el que el calígrafo que enseña a los aprendices es un "maalem", es decir un maestro espiritual. El aprendiz que logra pasar las pruebas y se convierte en calígrafo porque ha aprendido a hacer lo que hace el maestro, es una persona que ha sido literalmente iniciada a una disciplina espiritual tanto más que a una destreza creativa.
Valery decía que el arte figurativo es tan sólo una versión disfrazada del arte abstracto. Que todo arte es abstracto si se toma en cuenta la materialidad de formas y colores de cada figura. De la misma manera, la intromisión de la escritura en los cuadros de Virginia, al principio volvía a las letras formas abstractas subordinadas a la geometría y manchas de los elementos en el cuadro. Ahora, el efecto se ha invertido y las formas geométricas y trazos de colores se han vuelto letras en vuelo. Se han vuelto ligeras y se levantan ante nuestros ojos como parvadas fugaces que nos invitan a seguirlas con los ojos. Virginia escribe todo lo que aparece en sus cuadros. Y nosotros seguimos con la mirada esas apariciones y desapariciones.
Si la invención humana del arte es la creación de una experiencia, cada cuadro, cada obra, es el ámbito que nos permite vivir algo más de lo que naturalmente nos rodea. Así como sabemos que el tiempo no es lineal pero que insiste en parecerlo, el espacio inventa también con insistencia la ilusión de extenderse alrededor de nosotros.
En realidad, gracias al arte, si tenemos suerte y disponibilidad sensible y racional, ciertos espacios se extienden hacia adentro de cada quien para volverse ámbitos. Y nuestra piel deja de ser frontera. Se extienden adentro y también fuera. Nos rebasan y a la vez nos invitan a experimentarlo en todas partes. La obra de Virginia Chévez, con su luminosa afirmación, se mueve simultáneamente en esas direcciones y al hacerlo nos intriga, nos mueve y conmueve, nos mejora.
— English —
The Flight of Writing
By Alberto Ruy Sánchez
for Canción de la Tierra, 2021
Among all the feelings Virginia Chévez’s oeuvre evokes, that gestural element that bursts from her paintings, that for convenience sake we call writing, holds my attention now. We have seen it before in her work. But now it captivates in an emphatic, sustained way. Its presence is not only greater, it is so distinct that it modifies in part the very nature of her paintings. I almost feel, at times, that the surroundings of the calligraphy are an extension of her. And her presence in this work is a great, rare flight.
Like when in certain tree-filled plazas of our cities, at sunset, the fronds fill with birds that come from all over and so many of them look like leaves. Before night falls, they emerge suddenly from one canopy and another, they turn in the sky and return to their resting place, hiding among the branches. I feel now, more than ever, that in Virginia’s oeuvre the volatile nature of writing has stirred. The calligraphic traces have returned in those paintings like flocks of birds at sunset.
Because there are letters that are like passing birds that write in the sky something we cannot quite read. They go in formations that sometimes we call verses. Alone or many running parallel. They seem to cross from left to right, but they also rise and fall and fly backwards. They become spots, hide in clouds of ink that cover them or highlight them. It is possible to make out the body that draws them, the invisible calligraphic hand that makes us think of letters, of certificates, of descriptions we cannot quite decipher. In any case, what they say is not in our language. They are unpronounceable letters. We hear their resonance in our skin. They are first barely in our eyes, not like silence but like slashes: those made by a tool held by the hand we can barely make out as it writes over cloth or paper. Or draws across the sky imitating the repetitive clash that thunder makes after watching its bolt of lightning fall. Letters that remain in our immediate memory like intrusive and fleeting strokes. Letters that honk or chirp before leaving. They are gestures that flap in a firmament of colors: a luminous and spotted painting, just as the sky is in certain corners of the world, with its rough autumnal clouds of sunset. Flocked letters.
At times bits of cut paper surface, ripped, pasted over a canvas, more for covering a hole than for reading. Almost daring to be collages. More to be present than with the intention of saying what it appears they were meant to say. Or, perhaps, they have always been birds of passage, migrant letters, out of place while they are on the painting. But, rapidly the evidence to the contrary becomes apparent: their gesture is what they have to say. They are whole by not being so.
It is easy to think that these letters are the song of the earth to which one of the artist’s titles alludes. Because as we face each painting, all the other elements are perceived with equal force and profoundness of voices lifted from the materiality of the floor, pronouncing themselves until they reach our senses. Each spot becomes a notable note, a lyric sung in the clear air.
Virginia Chévez has shown us in her previous exhibitions that she is an exceptional artist: she knows how to bring out depths on flat surfaces without having to resort to tricks of perspective. She also knows how to accomplish silences that sing and how to make the illegible be understood with one’s whole body.
One thing, so important and that deserves greater attention in the commentary of her work is that she has always known how to establish a deeply contemplative dimension of the gaze before every painting. She is capable of transforming an immediate, sensorial experience into a spiritual journey.
In another occasion I had mentioned that her strategies to bring about the latter are the same that Mark Rothko displayed in his abstract works that at once illuminate and darken his chapels. Virginia does it in this instance through the medium of writing. And by doing so touches the essence of the reading and writing experience that is not only utilitarian and immediate in nature, as for a notary or accountant, but is also a transcendent experience that takes us farther than the materiality of each letter, each swoop, each drop of ink.
It becomes pertinent to remember that in the non-orthodox or fundamentalist Arabic world, calligraphy is an art that, besides saying and expressing, also has the power to move whoever faces it, offering an experience. Calligraphy transports us. Writing in this context is synonymous with spiritual journey. It is not for nothing that the process of learning Arabic calligraphy requires rituals of initiation, in a spiritual circle in which the calligraphist shows the apprentices what a maalem is, that is, a spiritual teacher. The apprentice that manages to pass the tests and become a calligrapher does so because they have learned to do what the teacher does, they are a person that has literally been initiated into a spiritual discipline more than a creative skill.
Valery said that figurative art is only a disguised version of abstract art. That all art is abstract if you take into account the materiality of the forms and colors of each figure. By the same token, the intrusion of writing into Virginia’s paintings at first returns letters to their abstract forms, subordinate to geometry and the stains of elements on the artwork. Now, in effect, the geometric forms and strokes of color have become letters in flight. They have become light and they rise before us like swift flocks that call to us to follow them with our eyes. Virginia writes everything that appears on her paintings. And we follow with our gaze these apparitions and disapparitions.
If the human invention of art is the creation of an experience, every painting, every artwork, is the environment that allows us to live more than what is naturally around us. Just as we know that time is not linear but insists on appearing so, space also insistently creates the illusion that it extends all around us.
In reality, thanks to art, if we are lucky and have a rational and sensible disposition, certain spaces can extend into each one of us and become ecosystems. And our skin ceases to be a border. They extend inside and also outside. They overflow us and at once they invite us to experience it everywhere. Virginia Chévez’s art, with its luminous affirmation, moves simultaneously in those directions and, by doing so, intrigues us, moves us, makes us better.
Translation: Gabriela Barrios